SIMPATÍA POR ELVIS

Que veinte años no son nada resulta cuestión indiscutible cuando se vuelve al Womad. Entre lo desafortunado: los mismos cargos de toda la vida, oliendo a sueldazo y disfrazados de womeros, cada vez más metidos en carnes y en desaciertos; también la misma tripulación callejera, perdida entre el sofoco del clima y la aspiración a disfrutar del coyuntural -y diriase que siempre insospechado- intercambio de papeles en el mundo; el mismo desdén de buena parte de la concurrencia hacia la música, a menos que sea cañera y de ritmo sostenido; la misma rutinaria intervención de los ignorantes presentadores, que dan un aire blando y cateto a todo lo que dicen y hacen. El mismo sonido de siempre, la misma duración estándar de los conciertos. La misma insignificancia de resultados: la ciudad se pliega al estímulo de ‘la música del mundo’ mientras dura el show. El lunes despierta antigua como siempre, portadora de una culpa colectiva, y las vocaciones que ha dejado el festival apenas llegan al uno por ciento. Ya, ni siquiera se venden compactos.

Lo afortunado: el impresionante olor a humo de primera categoría; la impresionante lista de músicos que han tocado en la ciudad: Geoffrey Oryema, Totó la Momposina, Salif Keita, Cheb Mami, Khaled, Rachid Taha, Afro Celtic S.S, Ayub Ogada…por citar solo unos pocos de entre los más populares y grandes nombres de la música contemporánea. Su sola existencia es afortunada e histórica: en el futuro solo quedará la excitante lista. Y el hecho cierto de que, año tras año, siempre coincidas con las mismas personas en el mismo lugar, y siga allí aquella maceta de cerveza abandonada.

Con la decepción enorme de no poder escuchar a Imelda May, el viernes acudimos a dos conciertos, uno espídico y sobrado de la Orchestre National de Barbès, que terminó con una rendida y dubitativa versión del “Simpathy for the devil” de los Stones -hasta tal punto que prescindieron del guitarrista-, y otro de una mujer septuagenaria (quién lo diría) que tenía sometida a su banda a sus conveniencias vocales, un carácter muy norteamericano, debe ser. Sin metales, y encadenando versiones con sus propios y nostálgicos hits setenteros, Candi Staton perpetró un concierto pasado de moda hasta la estupefacción: después de su verbenera versión de ”Suspicious minds”, debería haber sonado una marcha fúnebre, puestos a ser coherentes. Parecieron gustar, lo cual no es buen síntoma de la exigencia de un público decidido a celebrar hasta los acoples, como los ingleses los saques de esquina. A su término, de madrugada, desfilamos de vuelta los talluditos, en mi caso asombrado ante el hecho cierto de que los Stones y Elvis sonaran a plato fuerte a los veinte años de aquel 92, en una plaza mayor de la que no me suenan ya más que las torres y las cigüeñas.

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