Mes: septiembre 2011

ROMA, CIUDAD ABIERTA

Anna Magnani corriendo desesperada tras el camión en el que los alemanes se llevan a su prometido, la fila de jovencitos que retornan cuesta abajo a una Roma desolada tras asistir a la ejecución del cura interpretado por Aldo Fabrizi…dos momentos eternos en la historia de la cinematografía…»Roma, ciudad abierta» (1945, Roberto Rossellini, Italia) mantiene el pulso y la salud espléndidos con bastante más de medio siglo a las espaldas. No es extraño, dado que, excepciones aparte, todo lo que había que vender de talento, arte, iniciativa y lenguaje se vendió, en el cine, muy pronto: a partir de entonces la casa comenzó a venirse abajo. Recuperar a Rossellini -de quien nos repusimos hace pocas fechas «Francesco Juglar de Dios»- es siempre abrirse a las novedades de un cine cuyo magnetismo es tan poco aparente como irresistible. El gran cine actual es como recuperar el eco de los escombros en que el consumo ha convertido aquel tiempo en el que la indignación se agitaba en aquellas recién vivas cápsulas de consuelo llamadas películas.

EL ESPEJO

La atención y la memoria. Eso es lo que remueve «El espejo» (Andrei Tarkovski, 1974, URSS). Presente en nuestros estantes gracias al obsequio de quien será director de fotografía de nuestro primer largo de ficción (y probablemente también el último), este detalle aparentemente trivial porta en su interior un mundo de convicciones y complicidades. Porque «El espejo» es una obra cinematográfica libre, brutalmente eficaz como proyección artística de un arte encadenado a leyes de servicio, un entramado casi sin parangón de narración nueva, de ilustración visual de estados de ánimo y sugerencias plásticas y emotivas. En definitiva, de poesía.
Autobiografía lírica y dramatizada de una persona a través de una exigente composición de imágenes, música y sonidos que se integran en un todo reafirmando su valía estética y simbólica individual, «El espejo» ha de ser, además de una de las cimas más irresistibles del séptimo arte, una influencia impactante en la obra de otros cineastas merecedores de comparación con este visionario.

EL SECRETO DE SUS OJOS

Haciendo de tripas corazón ante la retahíla de créditos con instituciones y fondos públicos que abren este filme, nos acercamos a «El secreto de sus ojos» con prudencia. Al final, resulta una película estimable, en la que sobrevive el aliento argentino a pesar de sus frustrantes y manieristas concesiones al más convencional cine norteamericano (para entendernos, como bien expresa su propio cartel oficial). En partícular, el relato lo alientan sus intérpretes: el rol del cómico Guillermo Francella como Sándoval merece un monumento, y punto.

«El secreto de sus ojos», de Juan José Campanella (Argentina y España, 2009) es estupenda en sus pequeños detalles (la máquina de escribir en que no funciona una letra, el ingenio «wallanderiano» de encontrar al criminal a través de las fotografías familiares…) . Funciona su estructura inspirada por los clásicos del cine negro (la trama hacia delante y hacia atrás en el tiempo, la tensión sexual no resuelta entre los protagonistas, la contextualización en el ámbito de la justicia, el personaje inteligente y bondadoso al que se sacrifica, los malvados conspiradores…) y funciona gracias al ritmo de su montaje, los diálogos excelentes y la tensión de los actores. Su director se permite además algunos alardes de composición, dejando mucho aire extraño en el encuadre, al objeto de sugerir inseguridad al espectador o cualquier otra cuestión que añadir al dramatismo. El propio cineasta abastece de ‘peros’ una película muy alejada de la crudeza de aquellos filmes negros argentinos como «Tiempo de revancha» (1981) o «Últimos días de la víctima» (1982), ambas de Aristaráin (debidamente domésticado al llegar a España como director, de tal manera que se echó a perder) o incluso del más reciente «Carancho» (2010, Pablo Trapero). El principal inconveniente de esta película es la exigencia de la suspensión de la credibilidad del espectador (el más clásico truco del cine policíaco) a capricho de los guionistas: si el azar domina la resolución de la trama hasta la exageración (qué decir de la secuencia en las gradas del estadio de fútbol, donde se localiza entre miles a un individuo como quien no quiere la cosa…, o del mismo hecho al que alude el título, la identificación intuitiva del asesino en las fotos) este extremo solo se adopta hasta donde interesa a sus artífices: a interés de los autores se exige o no la complicidad del espectador, su renuncia a lo aceptable, para justificar el argumento. Por ejemplo, ni siquiera en un país con tanta sensibilidad hacia la desaparición de personas (o precisamente por ello) puede darse como mínimamente creíble que se mantenga durante más de veinte años a un sicario preso en una ‘cárcel del pueblo’, un sicario nada menos que contratado al servicio de la Presidencia de la República, cuando su captor sería el principal sospechoso de su muerte o secuestro hasta para el portero ciego y sordo de un monasterio. La participación de lo azaroso en este caso es imposible, a menos que todo el mundo fuera (y hubiera sido) a su vez ciego y sordo, excepción hecha del (pánfilo) protagonista del filme…
La querencia hacia el candor o la pereza de las películas hollywoodienses (esa despedida en el tren, la escena del crímen, ese falso interrogatorio, el resumen previo al desenlace…) no desvían (a duras penas, eso sí) el interés de una película que por momentos (en particular, los que se desarrollan con Sandoval y en el bar del barrio) recupera el espíritu de un cine negro argentino que siempre fue tan social como explícito acerca del derrumbamiento generalizado de aquella (y por extensión ésta también) sociedad, organizada en torno a la corrupción y la impunidad. Pero en «El secreto de sus ojos», incluso con su obvio interés en subrayarlo también, los tiros parecen concentrarse en otras cuestiones más aparentes para el escapismo.

THE DARJEELING LIMITED

«The Darjeeling Limited» (2007, EEUU) («Viaje a Darjeeling» para el avispado distribuidor patrio) contiene una idea interesante: tratándose del relato de un camino hacia ‘lo espiritual’, a través de la India y en un tren, emprendido de mala manera por tres hermanos recientemente huérfanos de padre y que aparentemente se detestan, la única «presencia real» (usando la afortunada expresión del novelista Rafael Reig) del espíritu o lo relativo a él se produce cuando los protagonistas…caminan, expulsados del ferrocarril por su díscolo comportamiento y sin ninguna otra posibilidad de incrustarse en vehículo alguno. Una idea de guión que se insinúa abiertamente en una secuencia previa (cuando los tres protagonistas ascienden a una colina para juramentarse, visto que el tren ha acabado en una vía muerta por error). El uso alegórico de los vehículos -retratado también en el angustioso episodio en el que los tres hombres se empeñan en acudir al funeral de su padre (¡atropellado!) en el coche averiado de éste que permanecía en reparación- es suficiente para colmar las aspiraciones de quien, como es mi caso, se enfrenta a un filme como éste, cuya nacionalidad ya le pone en su contra. La frescura de las interpretaciones no resulta sencilla a la vista de un relato repleto de simplezas, muchas de las cuales funcionan, coherentemente, por la vaguedad, la imprecisión que orienta la película, tan ocurrente como, al final, (relativamente) insustancial. El decorativismo de la puesta en escena (me da la impresión de que es la primera película que haya podido ver en que se aprecia la influencia de Pedro Almodóvar) viene reforzado por la garantía de los presupuestos que se manejan en una industria que permite frivolidades como este filme a cineastas como Wes Anderson que, como mínimo, compensan la aparente falta de amor al comercio con la (discutible) virtud de su excentricidad.

HUNGER

Sabe mal emplear metáforas gastronómicas para hablar de una película que se titula «Hambre» y encierra tal convicción en su necesidad como «Hunger» (2008, Irlanda del Norte), pero es cierto que es una película en su punto, ni cruda ni pasada. Es, además, un filme dividido a propósito en tres claras partes, el primer plato (la descripción escatológica de las miserables condiciones en que se mantenía a los presos del IRA en las prisiones británicas, durante el gobierno de la Thatcher, y la vileza de la violencia ejercida en su interior), el segundo plato (una impresionante secuencia, no menos escatológica en el sentido cristiano del término, que incluye exclusivamente el diálogo entre Bobby Sands, dispuesto a morir de hambre en prisión y un sacerdote católico, mediador en el conflicto) y un postre entre el silencio y el onirismo en el que el cineasta Steve McQueen retrata la agonía hasta la muerte del convicto. En paralelo, y de forma extraordinaria, tendiendo ese puente entre lo físico y lo moral que solo cineastas de gran talento escogen y superan, la película narra la actitud y la aptitud de un funcionario de prisiones a quien, avanzado el relato, ejecutan a sangre fría los cómplices de Sands que continúan la batalla en las calles de Belfast.
Imprescindible para conocer esa sangrante herida de la historia contemporánea, «Hunger» contiene imágenes inquietantes y conmovedoras: el rostro enjugado en lágrimas del policía antidisturbios que se fuga literalmente del cuadro mientras sus compañeros apalean a los presos desnudos e indefensos; la revelación de su propia agonía que comprende el protagonista al ver mover los labios de uno de sus últimos visitantes, cuyas palabras se convierten tan solo en un murmullo ininteligible para Sands y para el espectador; el túnel pintado en la pared de la celda con su propio excremento o, en la línea evidente del novelista Allan Sillitoe (inglés, nadie es perfecto), el empleo de la metáfora del maratón como motor de rebeldía y fuente de inagotable energía para soportar el sufrimiento. Y con toda la rigurosidad y violencia que emana del filme, ninguna como el sonido en off de los discursos de la primera ministra de la época, de odioso recuerdo, en el Parlamento británico, que MacQueen no subraya, sino lo contrario. Los confunde sobre el fondo oscuro de una naturaleza sobre la que cae la noche, a la espera de un amanecer con el que no contaba Bobby Sands hasta pasado mucho tiempo.

YO SERVÍ AL REY DE INGLATERRA

Una vez escribí, en mi línea habitual de pedantería, y a propósito del tándem formado por la obra del escritor Bohumil Hrabal y su adaptación en película por Jiri Menzel, que los dos eran capaces de crear ‘una trampilla casi clandestina que une el corazón y la mente’. Sí, «Trenes rigurosamente vigilados», a la que aludía con ello, era magnífica. Y «Yo serví al rey de Inglaterra» («Obsluhoval jsem anglického krále», 2006, República Checa) sin llegar a sus cimas de sensualidad e ironía, es una película intensa, con un protagonista central en la tragicomedia que trae a la memoria, por aquello de la cercanía cultural entre alemanes, checos y eslovacos, al aventurero Simpliccisimus creado en el siglo XVII por Hans J. C. Von Grimmelshausen. Como en todos sus filmes, las alegorías visuales creadas por Menzel, en éste al amparo de la literatura de Hrabal, son impresionantes. Aquí, la secuencia en paralelo entre las dificultades del joven checo mientras se masturba para que se pueda comprobar la calidad ‘aria’ de su semen y la ejecución de los patriotas checos que se oponen al invasor nazi (emergiendo contra su voluntad de un carro por una mínima abertura, cual espermatozoides condenados a la nada) apabulla por su fuerza, por supuesto que no exenta de la irresistible plasticidad con la que Menzel expone la crueldad en sus filmes. Y también la belleza: véase si no el retrato magnífico de los desterrados viviendo en el bosque, a la búsqueda de árboles con música en su interior para fabricar violas y violines…Como elemento singular de su obra (y la de Hrabal), la cerveza es el exponente de la paz interior y la tranquilidad del cuerpo. En fin, como para perdérsela…

LE TROU

«Mouchette», de Robert Bresson; «El tercer hombre», dirigida por Carol Reed; «Breve encuentro», de David Lean; «Amanecer», de W.H. Murnau; «Andrei Rublev», de Andrei Tarkovski; «Senderos de gloria», de Stanley Kubrick; «La noche del cazador», de Charles Laughton; «Vivir», de Akira Kurosawa; «La cinta blanca» de Michael Haneke; «Psicosis», de Alfred Hitchcock… tienen en común con «Le trou», (Francia, 1960) última de Jacques Becker, su perfección como obra cinematográfica. Desde el guión hasta la interpretación, pasando por el empleo del sonido, el tempo del montaje, la planificación de la puesta en escena y la composición de los encuadres, y el riesgo apoteósico en la doma de la luz, con el resultado de una fotografía exquisita, incluso turbadora por su dificultad. «Le trou», como «Touchez-pas au grisbi», otro filme negro de Becker, es una película no solo brillante, sino asombrosa. Adquirida a precio de oro, tras lustros de búsqueda, en la Fnac -parte de su excepcional colección de grandes filmes imposibles de hallar en otros estantes- en un disco dvd que, necesariamente, resultó defectuoso, ni siquiera las dificultades de su visionado desbaratan el ritmo de esta alucinante obra de novelesca, y al tiempo naturalista, recreación de la costosa fuga de un presidio. Lo físico (angustioso) y lo moral (doloroso) se unen en la prueba de que el estilo de Becker era el de una personalidad primordial en la historia de este arte, cuya influencia ha hecho hermosos estragos entre los principales cineastas de la actualidad.

Dos secuencias profundamente turbadoras para el recuerdo, el encuentro entre uno de los prisioneros con su jovencísima amante, separados por los aniquiladores barrotes y, en particular, la escena en que un guardia alimenta a una de las arañas del lóbrego subsuelo de la cárcel con un insecto llevado delicadamente hasta el sacrificio por ese mismo carcelero, alegoría cuya sutileza y fuerza visual invocan al mismísimo dios de la envidia, si es que existiera… Un prodigio. Azarosamente, el último diálogo de la película es un contundente «¡Pobre Gaspar!», alusión a la ética en este caso sacrificada por el personaje de ese nombre, frase que, para un servidor y algunos de sus íntimos, guarda un mensaje oculto acerca del triunfo eterno de la justicia poética sobre la maldad. Es decir, el mismo que destila «Le trou», una prueba de la grandeza del talento de sus hacedores de cine, que me han obligado, una vez más, a acercarme a la tienda de adjetivos a comprar unos cuantos más, pues con ella se acaban.

ENCUENTROS EN EL FIN DEL MUNDO

Un científico volcado en la búsqueda de los neutrinos (la luz azul, el universo paralelo, el secreto del espíritu…); un soñador de apasionante palabra que conduce bulldozers; una estudiosa de las focas que vibra con el silencio y el crujir del hielo bajo sus pies; un lingüista en un continente sin lengua; un investigador de icebergs que alerta sobre la dinámica del océano helado y, concluye, como todos estos personajes, en nuestra pobreza y pronto epílogo como civilización; un descendiente de la nobleza azteca para quien el fuego de su soplete es el recuerdo del poder de sus ancestros…El sonido inorgánico de las focas bajo el mar helado. Un pingüino aparentemente desorientado, en un arrebato desconocido, se dirige hacia las montañas dando la espalda al mar y a su alimento (¿»por qué»? se pregunta el narrador, en el momento sin duda más explícito acerca de las intenciones de su autor con este documental) , ofreciéndonos la cámara uno de los instantes de belleza más asombrosos del arte contemporáneo. Arte, algo que se define en esta película como una ejecución brillante de cualquiera de nuestras cualidades, incluidas las de un ser unicelular. «Encuentros en el fin del mundo» (2007), dirigida y montada con claridad exquisita, no exenta de una evidente ironía y el habitual escepticismo sobre las motivaciones del ser humano en su absurda conquista del planeta -tan cercano a su obra-, nos depara a un Werner Herzog en lo más sublime de su ejercicio como cineasta: de hecho, su propia voz en la narración de su experiencia en la Antártida es de lo más singular de un filme extraordinariamente singular. Su estética armónica entre lo visto y lo oído, incluyendo un arriesgado y personal juego con la música y el sonido ambiente; su planteamiento argumental mezcla de curiosidad y estupefacción, su forma de acercarse a los hombres y mujeres tras las máquinas (una constante en la película), esa autenticidad humilde y nunca paternalista, define unas constantes que enmarcan, en mi opinión, un buen trabajo documental. Algo que se refleja cuando ves «Encuentros en el fin del mundo» y de repente el Polo Sur te recuerda, poderosamente, a tu propia casa, incluso, para mayor dolor, para mayor entusiasmo, a tu propio trabajo.

BUEN GUSTO

La diferencia entre quienes se oponen al engendro y aquellos que nos atosigaron con él, siempre fue, sobre todas ellas, el buen gusto. Como, también, mantener el sentido del humor en medio de las tormentas. Antes y ahora, por personas como el añorado Juan y su bandera al viento, y por la fidelidad a los principios y al sentido común (¡qué armas tan básicas y tan desusadas!) se consigue ver el futuro como algo más que una mancha oscura tras la ventana.